Caín y Abel
– ¿A dónde vamos, Borges? ¿Hacia Abel o hacia Caín?
– Me parece que estos días ha llegado a Caín. Ya no necesita ir.
Dios, muerte, cielo, infierno, espejo, laberinto… le caen de la boca como gotas. Son sus palabras esqueleto. Las que lo tienen de pie, despierto, aunque no parezca otra cosa que un árido y pálido hombre de papel. Que eso es por fuera. O mucho más: un animal fugado de la historia, hecho con piel de cinta de moebius, zapatos iguales a lo largo de 86 años. Ausencia de color, ojos cruzados sobre la cabeza de uno, ojos que siguen huellas de voces. Hijo, repetidor de Homero tres mil años después, ajeno de tan solo, valiente de tan solo, habitante de aviones, discursos, recuerdos, cajas chinas, perfumes, caminos que no ve.¿Qué hace ahora bajando de mi brazo en un ascensor Otis? ¿Cómo será descender ciego en un ascensor que ya tiene su propia ceguera vertical? Le aprieto el brazo para que no se caiga. Para que no tiemble más. Hay algo hueco en ese brazo, en este cuerpo de años asqueados de vivir el péndulo escaso que va del día hacia la noche. Parece tener miedo este Borges secuestrado así, en el hotel, por un cronista (que responde a Cronos), y tiembla. Es un maniquí de cera que parece derretirse ante el zumbido tonto del Otis que nos baja. Y al salir, en un segundo se repone, tieso, moviendo su bastón (que no es blanco como el de los ciegos que no ven).1956
Lo visito para invitarlo a dar una conferencia en Berisso y lo primero que pregunta es si ese pueblo existe. Le doy pruebas verbales y al final acepta. Un glorioso sábado de primavera, un Borges que aún veía llegó acompañado de la fascinante Cecilia Ingenieros, bailarina por libre, de altos remos, con look de Pina Bausch. Borges habló sobre Almafuerte, voluntarioso y ético poeta local de quien concluyó afirmando que era el Walt Whitman argentino. Su juicio nos suspendió el juicio, pero dada nuestra ignorancia y siendo que lo decía un gurú, así quedó. Pero minutos después nos volvió a mover el piso. Aseguró que Almafuerte también se parecía a Poe por esto y a Séneca por aquello. Borges era afecto a esta juguetería crítica. Al decirlo, sonreía para sí. Parecía un niño diciendo lo que se le cantara a su imaginación.
1958
Esa noche en Ezeiza apareció huraño. Volvía de seis meses en Texas y ante las preguntas de apuro se echó en el sillón, apoyó ambas manos en su bastón, y se tomó su tiempo. Comenzó a responder con monosílabos o breves frases de huida. Y no aparecía la noticia. Hasta que, para salir del acoso y ante la pregunta acerca de qué diferencia de costumbres le había impresionado más, dijo:
–Aquí, en la Argentina, se puede conversar todavía. A mí me gusta conversar con los chauffers, con los mozos de café. En España he conversado con un pastor en la sierra del Guadarrama. Con un pastor, ¿se imagina? Fui feliz. En Estados Unidos en cambio no se puede dialogar ni con un profesor. Allá la gente la pasa diciendo “Yea” y “Okay”. Una serie de sonidos básicos. Tanto es así que en la universidad dan cursos de conversación.
Ya reanimado, arrancó con una historia que confesó no iría a olvidar nunca.
–Es sobre un cowboy.
Y entró a relatar las penurias vividas en un condado tejano por los crímenes de un cowboy. Nada que sirviera para apoyar la nota. Hasta que el mejor Borges afloró del interior de un adjetivo. Fue cuando dijo que se trataba de un cowboy (hizo una pausa)
–… negro.
Ahora sí había llegado Borges. Y pasó a contar la captura y el enjuiciamiento, y que ya junto a la horca el marshall le anunció que tenían por costumbre dejar que los reos antes de morir dijeran unas palabras.
–Yo no estoy aquí para hablar sino para morir –respondió el cowboy.
(O el mismísimo Borges, pues tuve la impresión de que esa historia la acababa de inventar para dar el tema, el título y quitarse de encima al cronista).
1977
Cuando, paseando de su brazo, Borges le confesó al cronista que rezaba de noche.
1978
Tras cinco horas en el trencito trocha angosta que va de Cuzco a Machu Picchu, Borges boquea por la altura; María apenas puede sostenerlo y entonces el cronista lo lleva en brazos como si fuera un niño. Ya en el hotel vecino al templo agradeció la asistencia, pero criticó al periodismo. Al preguntarle el porqué de su rechazo, contestó con casi un epitafio a la profesión:
–Menos pregunta Dios y perdona.
1979
El lunes 21 de abril, creyéndose solo en la trastienda de una sastrería teatral de Madrid, tras haberse probado con éxito el jacquet para la ceremonia de recepción del Premio Cervantes, apoyado en su báculo negro de 16 dólares, no repara que a su lado, ladino y silencioso, el cronista se deleitaba escuchándolo cantar, en voz alta, la milonga Los orientales. Tras unos minutos, el cronista se presentó y le pidió una entrevista:
–¿Hablamos Borges?
–Sería bueno hacerlo en un pacto de mutuo olvido. Detesto la publicidad.
Por la noche, tras la cena de honor, se le comentó:
–¿Qué le pareció la paella, Borges?
–Muy buena, porque cada arroz ha mantenido su individualidad.
1983
–¿Adónde vamos, Borges?, ¿hacia dónde cree usted que va el hombre?, ¿hacia Abel o hacia Caín?
–Me parece que estos días ha llegado a Caín. Ya no necesita ir.
2006
Un calendario fraguado insiste en datar que pasaron veinte años desde el día en que Borges saltó de este mundo a otro. O a varios. No tomo en serio el dato, aunque acepto, por elegancia social, el folklore de la efeméride y recuerdo con emoción los momentos que, como cronista, me aproximaron al Monstruo. También los dichos que por su tino (pero más por su desatino) siguen latiendo alegres en la memoria. Pretendo decir que si realmente Borges murió (asunto incierto) y si estamos a veinte años de esa presunción, recordarlo puede ser borgeanamente aceptable. Y de ser así, nada mejor que un buen trago “leído” de Borges.
Un Borges. Bebida espiritual que fortifica la perplejidad, bifurca el sentido y promueve sanitaria suspensión del juicio. Efectos, los tres, que contribuyen a la mejora del alma. Más en tiempos de peste, como éste, en el que no es seguro que sean muchos los que sepan quién fue Borges. Ese opa genial y flor azteca de una cultura mundial, pero invertebrada, como es la argentina. Un escritor mayor (y decimos poco). Una entera literatura en expansión (y decimos lo justo).
Por animista y maniático que soy me gusta sostener que Borges, después de Ginebra, se recicló en ballena (para su caso blanca) y que como tal mamífero inusual ocupa a su antojo librerías y bibliotecas del mundo. Con cuerpo cada vez mayor, pues cada día son más los individuos engullidos por él. Para ello se preparó. Primero quemó sus ojos leyendo todos los libros del mundo y luego abrió otros nuevos para refutar a los primeros y diseñar una imaginería a su gusto. Concluida la tarea, nos cautivó, nos engulló y luego hizo como que se murió. Fue su estrategia para hacerse de nosotros y continuar procreándose a través de sus lectores. Esta decisión la tomó en Ginebra, aquel aparente día de 1986. Pasados 20 años sobran testigos y pruebas de que abandonó hace rato el simulado almácigo contiguo al de Calvino, y que ya no “sobremuere” en ese camposanto suizo, como el periodismo divulga y los turistas creen.
Creo que esta cabriola borgiana persigue la recuperación del imaginario del mundo, que (como comprobamos a diario) se vacía de modo triste y veloz. En sólo dos décadas, su poder de encantamiento generó cientos de miles de nuevos lectores que pasaron a compartir la cosmogonía Borges. Esa fantástica biblioteca andante del planeta en cuyo interior vivimos y en la que todos en parte somos Borges. No hay modo de abandonar su área de influencia. O hay sólo una, intuida por ese áspero genio que fue Witold Grombrowicz y que dio a conocer en su último minuto de Argentina, cuando con pie en el estribo del barco entregó a sus sofocados apóstoles la única fórmula de escape generacional que a su juicio les quedaba: “Muchachos, maten a Borges”.
Pero ¿quién va y mata a semejante niño? Borges cruzó toda su biografía de 86 años portando intacto al niño que no quiso dejar de ser. Al que preservó de normas, cursilería, banalidad y de la adulterada adultez. Borges fue, de todos los grandes niños de la literatura (el más aterrado fue Kafka; el más indócil, Rimbaud), quien alcanzó a mantener más tiempo consigo la inocencia inicial.
Quedaría quitarlo de la memoria. Pero también esa vía nos cerró: “Sólo una cosa no hay. Y es el olvido”. Con lo cual estamos destinados a vivir con un Borges portátil. A quedar (para nuestra felicidad) al albur de las sorpresas que siguen saliendo de su obra, que no cesa de recrearse. Así estamos. Bajo el paraguas de ese vasto sustantivo, Borges, a quien alguna vez Ernesto Sabato reconoció Gran Poeta y retrató con los siguientes quince adjetivos: arbitrario, genial, tierno, relojero, débil, grande, triunfante, arriesgado, temeroso, fracasado, magnífico, infeliz, limitado, infantil e inmortal.
Esteban Peicovich
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