La marca negra de Caín en la literatura universal
02/12/09
Hernán Brieza
Desde Dante Alighieri al escritor portugués, muchos escritores se refirieron a ese personaje bíblico para condenarlo o comprenderlo. Byron, Quevedo y Borges también se tentaron.
“¿Soy yo acaso guardián de mi hermano?” En esa pregunta de Caín está encerrada toda la tragedia de la humanidad. Recopilemos. Estamos en un bosque, el cuerpo de Abel, el hijo menor de Adán y Eva, yace ensangrentado boca abajo, con el cráneo abierto por el golpe con una quijada que le dio su hermano mayor. Imaginemos que Caín está cabizbajo y se debate entre la culpa y esa sensación de omnipotencia que da matar al otro. Dios lo interpela y le pregunta: “¿Dónde está tu hermano Abel?”. Entonces, Caín da esa feroz respuesta que condenó a los hombres a no hacerse responsable por el otro: “¿Soy yo acaso el guardián de mi hermano?”.
Pero la magnífica escena también sentenció a Caín –no es vana la sonoridad del nombre asesino– a vagar errante por el exilio de la cultura occidental. Durante siglos y siglos, los valores hegemónicos –impuestos por la tradición judeocristiana– condenaron al asesino a los márgenes de la historia, de la literatura y del arte. Caín fue un símbolo, un arquetipo, un emblema del mal entre los hombres. La importancia aleccionadora de su castigo se muestra en el hecho de que Dios dejó su marca negra en la frente del asesino.
José Saramago, a sus 87 años, tuvo un gesto interesante como escritor. Más allá del resultado final del libro –la experiencia anterior de reescribir la Biblia con El Evangelio según Jesucristo fue mucho más feliz que en esta oportunidad–, el premio Nobel decidió tratar de tú a tú a Dios, e interpelarlo, ponerlo frente a sus propias miserias. Porque Caín no es un libro escrito por un ateo. Pues mal que le pese, como máximo Saramago es un devoto sin Jehová. Y su último libro es una nueva demostración de ello. Si uno pudiera despejar las estúpidas declaraciones de algunos sectores de la Iglesia Católica que lo acusaron de escritor satánico comprendería que la operación cultural de Saramago no está dirigida a derrocar a Dios como principio y fin del universo sino a desplazarlo por un punto central con otra racionalidad. Saramago busca reemplazar un principio con otro principio, como quien saca un cla vo con otro.
El viaje de Caín por las tierras de Nod, al este del Edén –imposible no hacer referencia al libro de John Steinbeck (y el film de Elia Kazan protagonizado por James Dean) en el que Samuel Hamilton, Adam Track y Lee se enfrascan en una larga discusión teológica sobre Caín y Abel–, se trata, en realidad, de un recorrido turístico por las maldades de Jehová hasta el diluvio universal. Y el libro es exactamente subversivo –y no disolvente– porque cuestiona la lógica caprichosa y arbitraria del Señor –fundamento último de la soberanía monárquica–, pero propone una serie de premisas diferentes. Saramago hace más piadoso y misericordioso a Caín que al propio Dios.
Desde las primeras páginas, Saramago-Caín cuestiona las maldades de Jehová y justifica su crimen: el culpable es Dios que no tuvo misericordia y prefirió a Abel y despreció a Caín. Pero, además, Saramago-Caín impide que Abraham realice el sacrificio de su hijo Isaac para contentar al Señor y demostrar su fe, presencia impávido cómo son destruidas Sodoma y Gomorra y asesinados por la ira divina aun los niños inocentes, cómo cae violentamente Jericó y son masacrados sus habitantes, y protesta por las torturas que sufre el pío Job mientras Dios y el Diablo se lo juegan a los dados, entre otras brutalidades que comete Jehová. Saramago-Caín, finalmente, concluye contrariando la voluntad de Jehová y haciendo añicos el nacimiento de una nueva humanidad. En una transmutación, el asesino símbolo termina convirtiéndose en un asesino total, pero vengador de los desastres de Dios. “Hubo una humanidad, no habrá otra y nadie la echará de menos”, sentencia Saramago-Caín en un grito decadentista que habla más del final de la propia existencia del autor que de las condiciones materiales de la humanidad en sí misma.
Saramago se entronca así en esa larga tradición literaria que reconstruyó la historia de Caín. Desde la Torá que imprimió la historia oral y fue publicitada por el Antiguo Testamento cristiano y reelaborada por el Corán hasta hoy cientos de escritores pusieron su marca sobre Caín. Desde el ortodoxo Dante Alighieri (1265-1321) que en el canto XXXII de su Comedia usó su nombre para bautizar como Caína a una de las cuatro regiones del Cocito, el río congelado del círculo noveno que atormenta con su implacable gelidez a quienes traicionaron a sus familiares, hasta Francisco de Quevedo (1580-1645), quien le escribe y lo sentencia: “Temblando vives, y el temblor advierte/ que, aunque merece muerte por tirano,/ que tiene en despreciarte honra la muerte// La quijada de fiera, que entre mano/ sangre inocente de tu padre vierte,/ la tuya chupará sobre tu hermano”.
Una de las primeras reivindicaciones del personaje bíblico la realizó ya entrado el siglo XIX Lord Byron (1788-1824) con su obra Caín, en la que identifica a la humanidad con ese personaje. Perla del romanticismo, su trabajo indaga sobre las profundidades del mal en el hombre y significa el inicio en el camino de la comprensión del asesino. Pero quien profundizó en el mito fratricida fue Miguel de Unamuno (1864-1936) en su novela Abel Sánchez, escrita en 1917. Se trata de una reinterpretación en la que Joaquín Monegro confiesa el asesinato de su amigo Abel y en el centro del drama se encuentra el sentimiento de envidia. Si bien hay que recordar que Caín mató a su hermano por la envidia que le despertó el hecho de que Dios hubiera preferido el sacrificio de Abel, es en la obra de Unamuno donde ese pecado está llevado al paroxismo y logra que, por momentos, el lector comprenda y hasta se solidarice con el asesino. En un pasaje Joaquín dice desesperado: “La envidia no puede ser entre personas que no se conocen apenas. No se envidia al de otras tierras ni al de otros tiempos. No se envidia al forastero, sino los del mismo pueblo entre sí; no al de más edad, al de otra generación, sino al contemporáneo, al camarada. Y la mayor envidia, entre hermanos. Por algo es la leyenda de Caín y Abel… Los celos más terribles, tenlo por seguro, han de ser los de uno que cree que su hermano pone ojos en su mujer, en la cuñada… Y entre padres e hijos”.
Los españoles han cultivado una larga tradición caínica. Tras Unamuno, Manuel Vicent escribió Balada de Caín, y los poetas Blas de Otero –en “Me llamarán, nos llamarán a todos” reconoce en Abel a todos los perseguidos políticos– y Luis Cernuda –en “Un español habla de su tierra” acusa de “caínes sempiternos” a los fascistas que le arrancaron todo y lo condenaron al exilio– también incluyeron la leyenda en sus versos. Y si de poemas se trata, Jorge Luis Borges (1899-1986) utiliza la falta de memoria para borrar el crimen, para no saber quién y por qué se cometió: “Fue en el primer desierto./ Dos brazos arrojaron una gran piedra./ No hubo un grito. Hubo sangre./ Hubo por vez primera la muerte./ Yo no recuerdo si fui Abel o Caín.”
Escueto y melancólico, el olvido borra las huellas del crimen. Sólo se sabe que hubo un muerto. Las culpas se funden en la falta de memoria. Es la humanidad que no es Abel ni es Caín, o se alternan en ser uno u otro hasta el fin de los tiempos. Desde ese punto de partida, Saramago reconstruye su Caín. Pero, a diferencia de Borges, él sí sabe quién es el asesino, quién es el mal absoluto. No son ni Abel ni Caín. Es el mismo Dios. Y como un dios adolescente, Saramago decide enfrentarlo y cantarle sus cuarenta verdades. Ése es el espíritu de su libro. Un manifiesto. Una proclama. La proclama de un Dios contra otro.
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